Por Douglas Zabala

Estamos en el año 1830, en pleno trance de separación definitiva del sueño bolivariano. Ya en Valencia está en pleno desarrollo el Congreso Constituyente, instalado en aquel octubre cargado de venezolanidad. Apenas habían transcurrido meses de habernos declarado independiente de la Gran Colombia, y ya la sombra de una agresión se cierne como una amenaza.

El General José Antonio Páez, el Héroe de la Independencia convertido ahora en presidente, ha enviado un mensaje urgente. Desde Bogotá, el gobierno de la Nueva Granada, inestable y fracturado, parece no aceptar la secesión. Rumores de ejércitos que se movilizan hacia nuestras fronteras estallan en los pasillos donde sesionaba el Congreso.

Se escuchan desde Bogotá, discursos que hablan de «reintegrar» el territorio venezolano. De este lado surge el temor a que el sueño de libertad se desmorone antes de nacer. De inmediato los constituyentes resuelven por unanimidad autorizar al presidente de la naciente República para declarar la guerra, y ponerse a la cabeza del ejército, en caso de una invasión por parte de la Nueva Granada.

Así lo señalaba en su Art. 4°: “En el caso funesto de una agresión, que se tendrá por declaratoria de guerra, si la suerte de las armas llevare nuestras tropas hasta el corazón de la Nueva Granada, su conducta se limitará a establecer el Gobierno constitucional en toda su libertad y acción, y a exigir todas las garantías de orden y estabilidad, que sean bastantes para poner a cubierto a Venezuela de nuevas tentativas contra su soberanía y libertad”.

Pero este no es un decreto de guerra. Es un acto de contención estratégica. Los legisladores, redactan con precisión de cirujanos. Es un documento que habla de «pueblos hermanos» mientras ordena cubrir las fronteras con soldados. Autoriza al presidente a declarar la guerra, pero solo si son invadidos primero.

El decreto es el grito de un niño que acaba de nacer y ya debe aprender a pelear. Es el documento fundacional de un país que se construye no solo con leyes, sino con la sombra del riesgo invasor.

La invasión nunca llegó, pero fue la primera piedra en nuestra doctrina por la defensa nacional.

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