Por: Gustavo Duque Largo

Mientras la Registraduría Nacional de Colombia procesa un hecho político sin precedentes reciente –la entrega de más de 4.8 millones de firmas que avalan la candidatura presidencial de Abelardo Espriella–, el tablero electoral sufre una segunda convulsión estratégica: el candidato del oficialismo senador Iván Cepeda de quien el electorado ha visto el fortalecimiento de los grupos armados, y el aumento de delitos como el secuestro, la extorsión y el reclutamiento forzado de niños como fracaso de la política de paz total del grupo politico que representa (petrismo), de la que Cepeda fue arquitecto.
La elección de 2026 ha dejado de ser un plebiscito sobre un caudillo para convertirse en algo más nítido y quizás más decisivo: un choque entre dos herencias políticas opuestas sobre el alma del Estado colombiano.
Por un lado, Iván Cepeda encarna la herencia de la política del siglo XX. Jurista y arquitecto legislativo del fallido proceso de paz, Cepeda es la personificación del insider político que ha librado sus batallas desde el corazón del establishment bogotano. Su candidatura se fundamenta en la continuidad del “proceso de cambio”, en la profundización técnica de un proyecto cuyo impulso carismático original (Petro) ya no estará en la papeleta. Su “fortaleza” es la supuesta seriedad procedimental; su riesgo, ser percibido como el administrador de un posible desgaste, el abogado defensor de un modelo que, para casi 5 millones de ciudadanos expresados en firmas, requiere no ajustes, sino un reemplazo.
Frente a él, Abelardo Espriella moviliza una herencia de nuevo cuño, forjada en el descontento palpable del siglo XXI quien además, es bien visto por Alvaro Uribe Vélez. Sus 4.8 millones de firmas no son un aval partidista; son un mandato ciudadano directo, un síntoma de fatiga hacia las estructuras tradicionales donde su campaña se fundamenta en “principios innegociables” como la familia, la propiedad privada, la seguridad, la justicia, la defensa de los niños y la fe en Dios y los valores cristianos. Mientras Cepeda representa la política de la ideología, el congresismo y el permisivismo de grupos irregulares, Espriella se proyecta –hábilmente– como el gestor, el unificador, el outsider con la tarea concreta de solucionar lo que el sistema político no ha podido: la seguridad efectiva, la reactivación económica confiable y la reinserción de Colombia en un escenario internacional de aliados predecibles.
Desde mi perspectiva en el ámbito del derecho internacional y la diplomacia, el contraste más profundo se dará en la visión de la soberanía y las relaciones exteriores. Cepeda probablemente continuará una política de diálogo y reencuentro regional apoyando grupos subversivos y contrario al orden constitucional, con todos los matices que ello implica. Esprilla, en cambio, tiene la oportunidad de ofrecer un “pragmatismo de principios”: una política exterior que, sin cerrar canales,
reafirme sin ambigüedades a Colombia en el eje de las democracias liberales, basando sus relaciones en la reciprocidad y el interés nacional soberano. Este no es un punto menor; es la proyección global de la elección interna que los colombianos harán.
De no lograrse una mayoría del 50% de los votos en primera vuelta, una segunda vuelta entre Espriella y Cepeda no sería la reedición del choque Petro vs. Uribe. Sería un debate más fresco, pero no menos fundamental: ¿Prefiere Colombia al político que coquetea con grupos subversivos y regímenes violadores de derechos humanos (Nicolás Maduro) o al gestor que promete resultados? ¿Al heredero de una falsa lucha histórica o al portavoz de una movilización ciudadana actual? ¿A un defensor de la continuidad pseudo comunista o a un promotor de la reinvención?
Las 4.8 millones de firmas de Espriella son ya el primer gran movimiento en este nuevo ajedrez. Demuestran que una masa crítica de colombianos ha pasado de la queja a la acción, buscando un vehículo nuevo. El desafío para Cepeda será demostrar que el proyecto petrista puede evolucionar más allá de su fundador. El desafío para Esprilla será probar que la fuerza de un movimiento de firmas puede traducirse en un proyecto de gobierno coherente y en una coalición capaz de ganar no sólo la primera cita con las urnas, sino la compleja tarea de gobernar.
Desde mi rol como periodista de opinión y de Embajador de buena voluntad en el Parlamento Internacional para los Derechos Humanos, considero que Colombia, una vez más, se juega su futuro en una elección que trasciende sus fronteras. El mundo, y muy especialmente sus vecinos, debemos observar con atención este plebiscito de las dos herencias.

*Abogado, Diplomático y Analista Internacional, Comunicador Social
gustavoduquelargo@gmail.com

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