Por Edinson Martínez
“En febrero de 1.948, el líder comunista Klement Gotwald salió al balcón de un palacio barroco de Praga para dirigirse a los cientos de miles de personas que llenaban la Plaza de la Ciudad Vieja”.
Así comienza en sus primeras líneas la obra El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera, por cuya publicación en 1.979 fue acusado de traidor a la patria y privado de su nacionalidad.
Hay una facilidad para proceder tan inverosímil como ridícula en todos los regímenes autoritarios para acusar de agentes extranjeros y traidores a la patria a quienes se les oponen, que después de tanto ponerse en práctica se convirtió en una tragedia de colosales repercusiones. Pues, se transformó en la forma más expedita de liquidar cualquier discusión política, ya no por la calidad argumental de ella, sino por la descalificación artificiosa de actores políticos adversos para quitarlos de en medio.
Con el tiempo se transformó en una especie de libreto o guion para el ejercicio político desde las alturas del poder. Pese a que es de una simpleza estúpida, elemental –en nombre de la cual, por cierto, algunos escritores han sido despojados de sus nacionalidades, como son los casos de Sergio Ramírez y Gioconda Belli en Nicaragua–, sin embargo es usada como arma política de modo sistemático, siendo la responsable en muchos casos de la ruina de incontables vidas en diferentes contextos históricos y en innumerables países. Porque además del ejercicio arbitrario del gobierno, ese desquiciamiento suele acompañarse de una manipulación masiva de la conciencia colectiva, de una alienación grotesca en las mayorías de menor agudeza analítica, para promover de esa manera sentimientos de patriotismo que los moviliza en torno a una epopeya, naturalmente engañosa.
La artimaña, usada en su momento por los comunistas, asimismo por los nazis, los fascistas y también por nuestros autócratas tropicales, han legado a la humanidad pavorosas consecuencias de persecución y muerte en cada uno de los lugares donde semejante desdicha ha ocurrido.
“Gotwald estaba rodeado por sus camaradas y justo a su lado estaba Clementis. La nieve revoloteaba, hacía frío y Gotwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gotwald. El departamento de propaganda difundió en cientos de miles de ejemplares la fotografía del balcón desde el que Gotwald, con el gorro en la cabeza y los camaradas a su lado, hablaba a la nación. Hasta el último niño conocía aquella fotografía que aparecía en los carteles de propaganda, en los manuales escolares y en los museos”.
El libro de la risa y el olvido. (1979). Milan Kundera.
Si hubiera que bosquejar algún estereotipo sobre un autócrata, entre ellos estaría, por ejemplo, que todos ellos han tenido un balcón para hablarle al pueblo –desde Mussolini hasta Perón–. Todos se han creído imprescindibles para un destino superior, trascendente, los elegidos para conducir a las masas a una misión predestinada, es el «proceso” al que se suele invocar como depositario de todas las virtudes redentoras, y uno tendría en este caso que preguntarse qué clase de proceso puede ser ese que depende de una sola cabeza. Es aquí, entonces, donde emerge desde las profundidades de los laboratorios de la manipulación oficial el llamado “culto a la personalidad” –expresión acuñada por la propia izquierda y de uso frecuente en los tiempos posteriores a Stalin, cuando se denunció la perversión de haber convertido en política de Estado los designios personales de inescrupulosa magnitud del jefe supremo–, el mito que progresivamente va sembrándose en el inconsciente colectivo con la cara y el nombre del líder del proceso, el alfa y omega de esa suerte de secta ideológica responsable del desquiciamiento general que somete a una sociedad a través de la persecución y la intriga. Solo los ingenuos podrían creer que un individuo suplantando la denominación civil de la carga pública a la que necesariamente alude el ejercicio del poder en una democracia, no es una nueva versión de un autócrata, que las reelecciones indefinidas en los cargos de elección popular, por ejemplo, al final no terminan pervirtiendo la idea de la institucionalidad democrática, conformando en resumidas cuentas la piedra angular de una versión reencauchada de una autocracia en el siglo XXI. Incluso podrá adornarse con palabrotas esa pretensión, como por lo general se hace, todas ellas cargadas de luchas históricas, epopeyas, afirmaciones justicieras y de redención social, pero, en el fondo del asunto, la verdad no es otra que el ejercicio continuado del poder hasta que el cuerpo aguante.
Y no sería nada nuevo en la historia nacional y mundial. Juan Vicente Gómez, como todos recordamos, estuvo en el gobierno hasta su muerte y son bien conocidas las argucias de las que se valía para hacer modificar la constitución para prolongar su estadía en el poder. Pérez Jiménez, si bien no consiguió ese objetivo, nadie duda de que aquel era su propósito, como sin rubor expresó su idea respecto al poder, en el libro Habla el General. (1983) de Agustín Blanco Muñoz durante una larga entrevista:
«Nunca me he sentido molesto porque me digan dictador. Hasta ahora no he visto en la historia de la humanidad que se llame dictador a quien se le pueda considerar un pendejo…»
En España, el Caudillo Francisco Franco, se despidió de este mundo en el Palacio de El Pardo después de casi 40 años en gobierno. Los jerarcas comunistas estuvieron en el poder la mayoría de ellos hasta su muerte, desde Mao hasta Brezhnev, pasando por el mariscal Josip Broz Tito en la extinta Yugoslavia, hasta prácticamente Fidel Castro, quien ejerció gobierno hasta que el cuerpo no le dio para más. En su lugar…, ¡dejó al hermano!
«Cuatro años más tarde a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron. El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías”.
El libro de la risa y el olvido. (1979). Milan Kundera.
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