El director habla de la tecnología y la ambición detrás de la tercera cinta de la saga, en una epopeya que redefine el cine emocional contemporáneo

Por GDA | El Tiempo | Colombia

Avatar: Fuego y Cenizas tiene una duración de 195 minutos, la película más larga de la saga. Foto: 20th Century Studios

Hay mundos que se expanden con cada visita. Pandora es uno de ellos. No solo porque James Cameron lleva más de quince años imaginando y reconstruyendo sus pulmones, sus océanos y sus cielos, sino porque en cada regreso encuentra que bajo la exuberancia azul late una historia que no deja de evolucionar. Avatar: Fuego y Cenizas, la tercera entrega de la saga que comenzó en 2009, no es simplemente un capítulo más: es el punto donde el mito se hace carne, donde el espectáculo se vuelve confesión y donde la épica se estrecha, por primera vez, alrededor del miedo, la pérdida y el dolor.

Cameron lo dijo, con la serenidad de quien lleva años preparando esta tormenta, en su encuentro con El Tiempo en Los Ángeles. “La idea siempre fue construir un mundo vivo, un ecosistema completo”. Ese ecosistema, alimentado por imaginarios indígenas, pulsos ecológicos y sueños de infancia, ahora parece reclamar una verdad más cruda. “Pandora ya no es el santuario inmaculado que recibió al público en 2009; es un territorio sitiado por el conflicto, impregnado de cicatrices y atravesado por un elemento nuevo y devastador: el fuego”, afirma el realizador canadiense de 71 años de edad.

Pero antes de que ardan los bosques y tiemblen los clanes, Cameron invita al espectador a contemplar, una vez más, la fragilidad de este mundo. “La belleza está ahí, intacta: las montañas flotantes, los cantos de las criaturas nocturnas, la luminiscencia que brota del suelo. Y, sin embargo, hay una sombra que se posa sobre todo. Un presentimiento de catástrofe. Una tensión emocional que anuncia que esta vez lo que se quema no será solo paisaje”, explicó el legendario director de cine.

En Fuego y Cenizas, el planeta deja de ser un escenario perfecto para convertirse en un organismo vulnerable. La devastación causada por los humanos adquiere formas más complejas y más íntimas. “Ya no se trata solo de maquinaria militar o invasiones brutales, sino de un proceso sistemático que erosiona los vínculos entre los clanes, altera los ritmos naturales y modifica la espiritualidad Na’vi”, comenta Cameron.

El famoso director habla del fuego como si fuera un espíritu antiguo, un ser con voluntad propia. “Es un personaje más, una fuerza viva”, asegura. Y el modo en que lo filmó coincide con esa filosofía: no como un efecto especial que destruye, sino como una presencia que transforma. “El fuego ilumina, pero también revela las grietas internas. Las pérdidas no son abstractas. Tienen nombres, rostros, familias”.

El director dice algo que define toda la arquitectura emocional de esta película: “La historia nos obliga a preguntarnos qué se quema, qué se salva y qué nace de las cenizas. La pregunta es orgánica, casi ritual. Y es también un espejo”.

El espectador, en este punto, no solo observa la destrucción de Pandora, también la siente. Porque Cameron ha hecho del sufrimiento un componente espiritual y ha hecho del renacimiento un gesto político.

El salto de la tecnología

Si algo define a James Cameron es su obsesión por la integración perfecta entre innovación tecnológica y profundidad emocional. Pero esta vez, la ecuación cambia, ya que la tecnología no es el motor de la película, sino su último recurso: un puente entre la piel del actor y el alma del personaje. “La tecnología solo vale la pena si permite que el público sienta más”, dice, sin titubeos. “El reto era claro: hacer que los Na’vi respiraran con una humanidad capaz de sostener el dolor de esta historia”, explicó.

Para eso, desarrollaron sistemas de captura capaces de registrar microexpresiones, unos pequeños movimientos faciales que antes el cine digital no podía traducir con fidelidad. “Quería que pudiéramos ver el alma del actor en el personaje”, cuenta. Y esa convicción lo llevó a repetir escenas aparentemente perfectas desde el punto de vista técnico, pero insuficientes desde lo emocional. “Había secuencias en las que lo técnico estaba perfecto, pero la emoción no. Y en Avatar, si la emoción no está, nada funciona”, dice.

El resultado es un conjunto de personajes digitales capaces de sostener miradas que parecen humanas en su fragilidad: ojos que tiemblan, mandíbulas que se aflojan ante el miedo, cuerpos digitales que transmiten el cansancio de un guerrero que ya no sabe si quiere seguir luchando.

Y si el agua había sido el gran reto técnico de Avatar: El camino del agua, con la última entrega, Cameron reconoce que el fuego lo llevó al límite. “Fue lo más difícil que hemos hecho desde el agua de la segunda película”, afirma con cansancio y orgullo. “Ese fuego, que consume y alumbra, condiciona los tonos de la película y define su estado emocional permanente de un mundo al borde del colapso”, expone el director.

En el centro de Fuego y Cenizas, más allá de los clanes, las criaturas y los paisajes, está la familia Sully: Jake, Neytiri y sus hijos. Esta vez no lideran desde la fuerza, sino desde el desgaste. Y eso los vuelve más humanos que nunca.

“Jake y Neytiri enfrentan decisiones que romperían a cualquier familia”, dice Cameron con una sinceridad que advirtió como poco habitual incluso para él. “La pareja, que antes era símbolo de resistencia y unión, ahora es un organismo fracturado. Cada uno lidia con sus propias cargas, con sus propios miedos y con las consecuencias de la guerra”, explica Cameron. “La tragedia, en esta película, tiene rostro. Y tiene peso. Las pérdidas que sufren cambiarán para siempre quiénes son y cómo se relacionan entre ellos”, afirma.

Según Cameron, es la primera vez que la saga se adentra de lleno en un conflicto psicológico profundo. “La guerra no afecta solo al mundo natural, porque igual desgarra las relaciones, altera las dinámicas familiares, expone el desgaste de un liderazgo impuesto por la necesidad y no por la vocación”.

En una escena, sin revelar detalles, Cameron insinúa que Jake enfrenta su momento más humano: el instante en el que comprende que liderar puede significar perder y que proteger a quienes ama no siempre es compatible con proteger a un pueblo entero.

Historia independiente

Además de la familia Sully, un nuevo personaje entra a hacer contrapeso en la historia. Se trata de Varang, interpretada por Oona Chaplin (Juego de tronos), una Na’vi líder del Clan del Fuego que sale de su aislamiento de Pandora en búsqueda de reconfigurar el poder e imponer sus creencias y códigos, muy diferentes a los que conocimos en las primeras entregas. Ella llega a trastocar la idea de “Na’vis buenos y humanos malos”.

Aunque Fuego y Cenizas tiene un tono más oscuro, Cameron niega que Avatar se haya convertido en un relato pesimista. “Esta historia siempre ha sido sobre la resiliencia”, afirma. “Pandora puede arder, pero su espíritu no se apaga”.

El director explica que la película funciona como un puente hacia las siguientes entregas, cuyos esbozos narrativos ya está desarrollando. “Lo que viene es más grande, más duro y, espero, más hermoso”. Pero insiste en algo fundamental: cada película es una historia completa en sí misma. “No estamos haciendo episodios, estamos haciendo cine”.

Ese compromiso con la completitud se siente en Fuego y Cenizas, que respira como una obra independiente. “El espectador no necesita saber lo que vendrá para sentir que ha recorrido un arco emocional significativo. Al final, la historia no se cierra: se transforma. Se expande”, asevera Cameron. Y deja ecos que alcanzan el futuro de la saga.

James Cameron, más que un director, parece un arquitecto de mundos. Pero, tras su reunión con este diario, se despojó de la retórica grandilocuente para resumir la esencia de esta tercera película con una frase que podría leerse como declaración de principios: “Avatar siempre ha sido, ante todo, una historia sobre la conexión. Con la naturaleza, con la familia, con algo más grande que uno mismo”.

Y en esa conexión, Cameron deposita su última esperanza. No una esperanza ingenua, sino una que nace del reconocimiento del dolor y de la posibilidad del renacimiento. “Si logramos que la audiencia salga del cine sintiendo que pertenece a un mundo mejor, aunque sea por dos horas y media, entonces el viaje valió la pena”.

En Fuego y Cenizas, Pandora arde. Pero lo hace como un bosque que se prepara para renacer, dejando espacio para lo nuevo, iluminando lo que antes estaba oculto y recordando, en cada destello, que incluso en la fantasía más exuberante, lo más importante sigue siendo profundamente humano.

#Avatar #Fuego y Cenizas #James Cameron #Pandora

Noti/Imágenes

Diario El Pregón copyright 2023 Desarrollado por @SocialMediaAlterna