Arq. José A. Robles
La ciudad es un organismo en constante evolución. A veces parece tener vida propia, respirar, expandirse, contraerse, reír, sufrir. Pero su destino, paradójicamente, rara vez está en sus propias manos. En el contexto venezolano, la gestión urbana no responde a una visión estratégica, sino a un “plan improvisado”: una mezcla caótica de reacciones tardías, ocurrencias políticas y documentos técnicos que nunca salen del papel. Oscilamos entre lo reactivo y lo preactivo, pero sin una brújula clara, sin una hoja de ruta sostenible, sin el coraje institucional necesario para construir ciudades pensadas, no sufridas. Esta realidad ha dado lugar a lo que podríamos llamar la ciudad pasiva: una urbe que no diseña su futuro, sino que lo experimenta —muchas veces como espectadora impotente de su propio crecimiento orgánico, desordenado y profundamente injusto.
La planificación urbana pasiva no siempre es ausencia de planes; a veces es peor: es la presencia de planes estáticos, rígidos, desvinculados de la realidad, que se redactan para cumplir trámites, no para transformar territorios. Se parte de una premisa derrotista: que invertir en estrategias bien hechas, a largo plazo, no vale la pena. Son costosas, complejas, y —se asume con resignación— “sus provisiones nunca se cumplen”. Así, se abandona la ciudad al libre juego del mercado, a la lógica del más fuerte, a la improvisación del día a día. La administración pública renuncia a su rol de rector —no por incapacidad técnica, sino por falta de voluntad política— y acepta, con una indiferencia casi ritual, que los intereses dominantes —económicos, informales o clientelares— impondrán su ley sobre el territorio. No hay estrategia: hay omisión disfrazada de pragmatismo.
El resultado es insostenible. La falta de control genera desequilibrios que todos pagamos: conflictos por el uso del suelo, fragmentación territorial, servicios públicos colapsados, movilidad caótica, espacios públicos inseguros. La descoordinación multiplica los costos de cualquier intervención, y lo que requirió ser prevención termina siendo emergencia. La ciudad, entonces, se ve obligada a transitar hacia un modelo de planificación reactiva: se espera a que la tubería reviente, a que el puente colapse, a que el barrio se inunde, a que la plaza se vuelva intransitable, para recién entonces —y con recursos ya insuficientes— intentar una solución. Pero esas crisis no son accidentes: son la consecuencia inevitable de decisiones no tomadas, de planes no ejecutados, de responsabilidades eludidas. Son el precio de la pasividad institucional.
Venezuela, con sus ciudades llenas de potencial humano, cultural y geográfico, parece un barco a la deriva —navegando entre la esperanza de lo que podría ser y la frustración de lo que es. Constantemente se anuncian planes maestros, se promulgan leyes urbanísticas, se lanzan programas de desarrollo con nombres ambiciosos. Pero los resultados, sistemáticamente, se quedan en el discurso. El problema no es la falta de planificación —tenemos documentos, normas, diagnósticos—, sino la incapacidad crónica de ejecutarlos con eficacia, coherencia y transparencia. No falla la técnica; falla la ética de la gestión.
Y ahí está la brecha más profunda: la que separa el papel de la calle. En nuestras ciudades, la desconexión entre lo formal y lo real es abismal. Los planes de ordenamiento territorial, los programas de desarrollo urbano, las regulaciones de zonificación —por más técnicamente impecables que sean— chocan contra una realidad. Las invasiones no ocurren porque no existen leyes; ocurren porque nadie las hace cumplir. El crecimiento anárquico no es producto de la espontaneidad popular, sino de la ausencia de una política urbana que dialoga con las necesidades reales de la gente y tenga la capacidad institucional para implementarla. El deterioro de los servicios públicos no es fatalidad: es la consecuencia de una gestión que prioriza lo coyuntural sobre lo estructural, lo visible sobre lo necesario, lo político sobre lo técnico.
Frente a este panorama, la alternativa no es rendirse —es reaccionar con inteligencia. El planeamiento proactivo no es un lujo académico: es una necesidad urgente. Busca “crear” el futuro, no esperarlo. Implica un esfuerzo continuo por provocar factores de cambio, generar sinergias, anticipar riesgos y orientar la transformación urbana hacia objetivos claros, medibles y compartidos por la ciudadanía. No se trata de mitigar daños, sino de construir resiliencia; no de apagar incendios, sino de prevenirlos. Es, en esencia, un proceso de aprendizaje colectivo: movilizar a comunidades, técnicos, empresarios, instituciones; potencia la creatividad local; y busca transformaciones que beneficien a todos, no solo a quienes tienen voz o poder.
Para que nuestras ciudades dejen de ser pasivas y se conviertan en protagonistas de su propia historia, necesitamos un cambio de mentalidad profunda. Debemos enterrar la idea derrotista de que “la planificación no sirve” y adoptar, con convicción y coraje, un enfoque proactivo que no solo reacciona a las crisis, sino que las prevenga, las transforme y construya, paso a paso, un futuro más equitativo, sostenible y próspero para todos. No necesitamos más documentos: necesitamos más voluntad. No necesitamos más leyes: necesitamos más cumplimiento. No necesitamos más promesas: necesitamos más gestión.
La pregunta que define nuestro destino urbano no es técnica, ni presupuestaria. Es ética, política, cultural: ¿Estamos dispuestos a dejar de improvisar… o seguiremos navegando a la deriva? La respuesta no está en las instituciones publicas, ni en los discursos. Está en la calle. En la acción colectiva. En la exigencia ciudadana. En la decisión de construir, con método y con memoria, la ciudad que merecemos —antes de que el caos la construya por nosotros.
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