Por Douglas Zabala
Corría el mes de noviembre de 1888 cuando el Gobierno del Distrito Federal en Venezuela emitió un decreto que perseguía la libertad de expresión. La resolución del 5 de noviembre, ordenaba que quienes propagaran “noticias falsas” fueran considerados conspiradores, perseguidos y tratados como tales.
El texto oficial señalaba que las noticias falsas perjudicaban al Gobierno Nacional y dificultaban las transacciones mercantiles. Esta justificación, que mezclaba el orden público con la economía, otorgaba al Estado la facultad de definir qué era verdad y qué debía ser silenciado.
El contexto político que vivía el país era frágil. Rojas Paúl, presidente desde marzo, buscaba distanciarse del caudillismo, pero enfrentaba una prensa combativa y una sociedad polarizada. En ese ambiente, el decreto funcionaba como herramienta de control: criminalizar la palabra para blindar al poder.
Las penas incluían prisión, destierro y confiscación de bienes. El miedo se instaló en los corrillos, y la autocensura se volvió norma. El Estado, al no definir qué era una “noticia falsa”, se erigía como único árbitro de la verdad.
Este episodio narrado aquí no es una reliquia archivada, sino un espejo que refleja patrones cíclicos. Hoy, como ayer, se esgrimen conceptos como “noticias falsas” y “desestabilización” para judicializar la disidencia política.
Frente a esta realidad, nuestra Constitución en su Artículo 57, establece: “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión, y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura”.
Este texto constitucional, vigente y de obligatorio cumplimiento, delimita la responsabilidad de quien opina, excluyendo la potestad estatal de actuar como censor o árbitro de la verdad.
En la Venezuela actual, donde nuevamente se pretende cercenar el derecho a opinar libremente, recordar este decreto de 1888 es más que un ejercicio histórico porque el derecho a expresarse, es, en esencia, el derecho a existir como ciudadano.
Abogado – Escritor – Historiador
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